jueves, 17 de junio de 2010

UN RELATO MONTUNO

Uno de nuestros seguidores nos envía el siguiente relato que desea ver publicado, el blog es un cauce de comunicación para todos los miembros del club, por tanto una vez examinado y corregido lo publicamos con mucho gusto esperando que continúe con sus aportaciones.

   No recuerdo con exactitud el lugar concreto, bien seguro que podría tratarse de uno de los muchos senderos de nuestra Cordillera Cantábrica, descendía de una cima a la que me había encaminado al amanecer, tras encaramarme por los riscos de aquel crestero me acordé de aquella máxima montañera que dice que el que va al monte solo quiere que le entierren pronto, no sería para tanto, pero me dí cuenta que a nada que metiera un pie en una de esas grietas calizas podrían darme un disgusto. Ya en la cima dí cuenta del bocadillo de contundente tortilla de patatas que traía en la mochila, un trago del agua que estaba más fría que cuando la metí en la cantimplora y unos dátiles dieron fin a tan modesto banquete  en tan incomparable escenario. Reparé de pronto en unos nubarrones que parecían aproximarse y me encaminé por los riscos abajo, utilizando manos y piés hasta que llegué a una ladera de ulagas que pinchaban como demonios, como se agradece un sendero para que cese el castigo de sus afiladas púas en mis piernas.
   Los cencerros de un rebaño cada vez sonaban más cerca, hasta que lo tuve al lado, aquellas ovejas de lana blanca parecían recién lavadas y contrastaban con el intenso verdor de la pradera, inamovible, casi incapaz de gesticular, el pastor se sostenía de pie, apuntalado por un paraguas que usaba a modo de cacha con una mano y con la otra sostenía una vara larga de avellano que ya parecía una extremidad más de su cuerpo.
- Buenas tardes - le dije con toda la cortesía montañera de la que fui capaz.
- Eahh, ¿dónde va tan aprisa ?
- Pues de regreso, que se me echa el tiempo encima
- Eso ná, el tiempo lo da Diós de balde.
- Adiós pues y a seguir bien- me despedí sin casi parar de andar, le oí una palabra que apenas entendí aunque consideré que era una despedida.
  La senda por la que bajaba era estrecha, rodeada de ulagas y brezos, las gotas de la lluvia comenzaban a caer y un agradable perfume de primavera impregnaba todo el monte a mi paso, mientras yo pensaba en las escasas palabras del pastor... ¿el tiempo lo da Diós de balde?...  pues yo creo que más bien nos lo presta.


                        Emilio Larraiz

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